domingo, 21 de octubre de 2018

Turismo en Francia más allá de París

Una vista frontal del Mont Saint Michel desde la pasarela de acceso al recinto durante la marea baja.


Viajar en otoño por Europa, el continente que más visitas recibe, tiene la ventaja de encontrar una menor masificación, precios más baratos que en temporada alta y temperaturas más frescas. Era así hasta hace poco porque los chinos lo han cambiado casi todo. El gigante de Asia se ha convertido en el primer mercado emisor de turistas con 129 millones de personas que salieron el año pasado de su país. Son turistas que viajan en grupo, en rutas organizadas y que recorren el continente a la velocidad de un rayo. Como en la película británica Si hoy es martes, esto es Bélgica, en la que un grupo visita siete países en 18 días y al final no recuerdan dónde estaba tal castillo o catedral.
Este es el principal inconveniente de los viajes organizados, pero no tiene por qué ser así. Tiene sus ventajas: guía a tu disposición, pensión completa, no tienes que conducir ni hacer cola en los monumentos, etcétera. Esta crónica está narrada en este contexto –un circuito de siete días por Normandía, Bretaña y el Loira— y con un obstáculo añadido: una fisura mal curada en el pie, lo que me hacía llegar el último al autobús, evitar las escalinatas y perderme algún que otro sitio. 
Un velero varado por la marea baja en el Mont Saint Michel.
El primer destino turístico del mundo va más allá de la torre Eiffel y Nôtre Dame, de los Campos Elíseos y del Sacre Coeur. Francia recibió 87 millones de turistas en 2017, cinco millones más que España, que le sigue en la clasificación de la Organización Mundial del Turismo (OMT). Estados Unidos (76 millones), China (61) e Italia (58) completan el listado de los cinco países más visitados.  Frente al poderío de París como ciudad monumental (más de 14 millones de visitantes el año pasado) hay un pequeño punto entre Normandía y Bretaña que atrae la atención de cientos de miles de viajeros. La abadía más famosa de Francia se sitúa en el Mont Saint Michel, que compone posiblemente una de las estampas más emblemáticas de Francia.
El recinto amurallado comenzó a levantarse en el año 708 por el obispo Auberto, a quien el arcángel Miguel le indicó dónde construir un templo, y varios siglos después (1017) comenzaron a llegar peregrinos. Esos muros resistieron el ataque inglés durante la Guerra de los Cien Años (1337-1453) y a partir de la Revolución Francesa (1789) se transformaron en prisión. La Unesco declaró en 1979 este imponente monumento Patrimonio de la Humanidad y desde el año 2014 el acceso a Saint Michel está restringido y controlado.
Aun así, moverse por sus estrechas y empinadas calles se convierte en un problema en determinados momentos por la afluencia de visitantes. Es fácil comprobar que los chinos no se apartan por más bastón en el que te apoyes. También hay ingleses, americanos, franceses y grupos escolares, que sí ceden el paso. Los edificios (comercios, locales de hostelería e iglesias) se construyeron sobre una enorme roca de 80 metros de altura y 900 metros de perímetro. Tan atractivo como este patrimonio son las mareas. La baja deja al descubierto una enorme extensión de arena, mientras que la alta hace que el mar llegue hasta casi la Porte de l’Avancée, única entrada al recinto.
Nada más traspasar la puerta se encuentra uno de los símbolos de la gastronomía francesa: el albergue de la mère Poulard, a quien le corresponde el mérito de haber inventado la tortilla normanda. Anne Boutiaut (1851-1931), que era su verdadero nombre, preparaba este plato, más suflé que otra cosa, para dar de comer a los peregrinos en el que batía por separado yemas y claras y usaba estas últimas para derramarlas sobre la tortilla una vez cuajada. En el restaurante del este albergue de tres estrellas se hace a la vista del público, en boles de metal y a fuego lento de leña en chimenea. Por supuesto, se usa mantequilla, producto lácteo estrella de gastronomía francesa –la cocina referente mundial durante buena parte del siglo XX-- cuyo olor acompañará al turista por todo el país. De este simple se ha levantado un imperio de restauración y esta tortilla se puede degustar en Japón o Taiwán gracias a las franquicias radicadas en medio mundo. Su textura es difícil de digerir, con yemas esponjosas y claras semicrudas, a lo que se añade la mantequilla.
Las vistas desde cualquier terraza de las cafeterías de  Saint Michel son espectaculares –y también sus precios-- y no es raro ver una embarcación varada en la arena tras la marea baja. La abadía está coronada por una figura del arcángel espada en mano y merece la pena conocer el refectorio (comedor), la Sala de los Caballeros y el claustro. Hasta ahí no pude llegar; había demasiados escalones.
Saint Malo, enclave turístico de Bretaña.
Los alrededores de Mont Saint Michel no se corresponden del todo con la imagen de frondosidad que tenemos de Francia. Será o no por el cambio climático, el hecho es que la sequía va a hacer perder a los franceses el 20% de sus cosechas y el campo no está tan verde como se espera. Las vacas normandas siguen pastando y el paisaje está salpicado de casitas con jardín hasta Saint Malo, enclave en Bretaña del turismo con posibles. De pasado corsario, sus murallas miran hacia el Atlántico y sus coquetas calles y plazas albergan terracitas de cafeterías, tiendas de ropa, restaurantes bien decorados y hoteles de categoría en un entorno muy cuidado. El adarve rodea este conjunto casi impoluto en el que nacieron el escritor François René de Chateubriand y Jacques Cartier, descubridor del Canadá. Tan famosos como ellos fueron –por lo menos para los marinos españoles y holandeses— los corsarios Surcouf y Dugay-Trouin, a quien Luis XIV, ese rey que era el Estadodio patente para asaltar la flota de otros países porque salía más barato que declararles la guerra. 

Una plaza en el centro de Rennes, capital de Bretaña, con casas típicas de la región. 
La capital de Bretaña es Rennes, con 221.000 habitantes y cerca de 70.000 estudiantes universitarios. Se nota en sus calles el dinamismo que contagia la juventud a la ciudad, repleta de bares de todo tipo y que aún guarda numerosas casas típicas bretonas, con su entramado de madera en la fachada, especialmente en la rue Chapitre, du Champ Jacquet, Saint-Georges y Saint-Guillaume. Sede del Parlamento bretón, en Rennes se puede admirar la catedral de San Pedro con sus magníficas vidrieras, la basílica de Sant Sauvert y el edificio de la ópera en la plaza del ayuntamiento. Muy cerca se encuentra la oficina de Correos, un precioso inmueble que iba a albergar una Bolsa de Valores que nunca se puso en marcha. 

Una exposición de fotos de tocados bretones en Concarneau.
Abundan en Bretaña los pueblos con encanto. Concarneau, en la comarca de Finisterre, conserva un bastión, la Ville Close, es el primer puerto pesquero de atún en Francia y tiene una potente industria conservera. A escasos kilómetros encontramos Quimber, localidad en la que nació el poeta y novelista Max Jacob. Compartió casa con Pablo Picasso y seis meses antes de la liberación de París fue detenido por la Gestapo. Murió en el campo de concentración de Drancy.

Parte de la casa en la que vivió Max Jacob en Quimber
  está convertida en restaurante
El producto estrella de esta zona es la ostra. A diez euros la media docena, es en comparación más barata que la cerveza (3,90 la caña) o la copa de vino, cuyo precio no baja de los 3,50 euros, un disparate si tenemos en cuenta la poca calidad del género. Hablo de vinos sin embotellar, a granel, del vino por copa y en tetra brik en algunos casos (en las guías no advierten de esto), muy habituales en bares y cafeterías. Es difícil encontrar en las cartas de estos establecimientos botellas de tinto por menos de 15 euros, que tampoco garantizan nada. Los vinos franceses tienen un reconocimiento mundial, pero el de mesa es caro y de calidad cuestionable. La cerveza, sobre todo la artesanal, es muy buena.
Con la hostelería debemos tener paciencia. Los camareros franceses se toman su tiempo para servir, tardan en traer las consumiciones y cuando lo hacen presentan inmediatamente la cuenta. Sorprende que este sector esté ocupado prácticamente por jóvenes, estudiantes en su mayoría, que trabajan a tiempo parcial. Ahora que se ha abierto en España el debate sobre el agua del grifo gratis en bares y restaurantes, los franceses nos llevan ventaja pues colocan en la mesa una jarra nada más sentarte. El sueño de José María Íñigo hecho realidad.
Pont Aven. En primer plano, unas toleittes públicas.
Justo atrás, una pastelería luce en su fachada
una reproducción de una obra de Paul Gauguin. 
Los franceses son ceremoniosos. Saludar con un bonjour o bonsoir cuando se entra a un comercio o restaurante, dar las gracias con un merci beaucoup y pedir las cosas s’ilvous plait allana el trato.
Pont Aven ha sido llamada la ciudad de los pintores, aunque sea un pueblo que no llega a los 3.000 habitantes. A orillas del río Aven y cerca del Atlántico, en esta localidad se estableció en 1850 una escuela artística por la que pasaron Paul Gauguin, Émile Bernard y Charles Filiger, entre otros. Al primero de ellos lo acogió en su casa Vincent Van Gohg y expuso sus obras en la galería que tenía montada el genio holandés. Las referencias a Gauguin son constantes: hay placas en la pensión en la que vivió, un busto suyo en la plaza de l’hotel de ville (ayuntamiento), cuadros suyos en el museo local y un itinerario por sus lugares de inspiración.

Otro grande de las artes, esta vez de la literatura, está ligado a
Torre y foso del castillo de los duques
 de Bretaña en Nantes.
Nantes, capital histórica de la Bretaña. El autor de 20.000 leguas de viaje submarino, Jules (Julio) Verne, nació en esa ciudad que a día de hoy supera los 300.000 habitantes.  A su importante puerto se suma una factoría de Airbus que le imprime dinamismo a esta urbe desde la que los duques de Bretaña gobernaron un territorio independiente del reino de Francia hasta 1532. En la catedral de San Pedro y San Pablo reposan los restos de Francisco II y Margarita de Foix, padres de Ana de Bretaña, que sería reina de Francia. La tumba está ejecutada en mármol de Carrara y está considerada una de las obras maestras del Renacimiento francés. Un león, un galgo y las estatuas de la prudencia, la 
justicia, la fuerza y la templanza velan el descanso de los duques.
En la fachada atlántica de Bretaña se encuentra el golfo de Morbihan en el que se libró una importante batalla entre los romanos y las tribus celtas en el año 56 antes de Cristo. Julio César vio el desarrollo de la contienda desde una roca –-si no se recoge en los cómic de Asterix debería hacerlo-- y relata en el libro III de La Guerra de las Galias la victoria de sus tropas. Los vénetos encabezaban una flota ligera y de gran maniobrabilidad que había llevado de cabeza a los romanos, que contaban con naves más grandes con vela y remos. Los bretones tuvieron mala suerte aquel día porque cesó el viento y quedaron a merced de los barcos romanos impulsados a remo. El golfo es ahora un lugar de esparcimiento veraniego y de cultivo de la ostra.
Menhires alineados en Carnac.
Muy cerca se encuentra Carnac, que no hay que confundir con la Karnak de Egipto. Más de 3.000 menhires se extienden a lo largo de varios kilómetros y fueron colocados entre el 3.000 y el 5.000 antes de Cristo, así que no fue Obelix. Su función se desconoce y teorías hay para todos los gustos, con marcianos de por medio incluidos. Entre estas piedras destaca el Gigante de Manio, de 6,5 metros de altura, y las alineaciones de Kermalio, Menec y Kerlescan.

Cementerio estadounidense en Coleville-sur-Mer, muy cerca de la playa Omaha en Normandía.

Atravesando Bretaña llegamos a Normandía y pasamos de la Prehistoria de Carnac a uno de los episodios clave de la Historia Moderna. Los versos radiados por la BBC les sanglots longs des violons de l’automne/ blessent mon coeur d’une langueur monotone” (“Los largos sollozos de los violines del otoño/hieren mi corazón con una monótona languidez”), de Paul Valery, dieron paso a la operación Overlord en la madrugada del 6 de junio de 1944, el Día D. A la órdenes del general estadounidense Dwigth D. Eisenhower, más de 4.000 lanchas de desembarco, 600 buques de guerra, 2.000 aeronaves y 150.000 soldados de las fuerzas aliadas partieron del sur de Inglaterra y desembarcaron en los 80 kilómetros de playas que van desde Quinéville hasta Arromanches-les-Bains, más conocidas como Utah, Omaha, Juno, Gold y Sword. Comenzaba de esta forma un operativo que dio un vuelco a la Segunda Guerra Mundial y que acabaría con la toma de Berlín, el suicidio de Hitler y la rendición de Alemania el 8 de mayo de 1945.
La batalla fue terrible. En la playa de Omaha, en las cuatro primeras horas murieron 3.000 hombres y se calcula que en los tres meses posteriores al desembarco fallecieron  637.000 soldados, de los que 400.000 eran alemanes. Las bajas civiles ascendieron a 70.000, la mayoría por los bombardeos de los aliados. Solo el día antes a la invasión dejaron caer 60.000 toneladas de bombas.
Inevitablemente viene a la cabeza la película Salvar al soldado Ryan (1998) de Steven Spielberg, basada en la historia real de los hermanos Preston y Robert Nyland. El general Marshall ordena al capitán John H. Miller (Tom Hanks) que reúna a un pelotón para encontrar al paracaidista James Francis Ryan (Matt Damon) y enviarlo a casa puesto que tres de sus hermanos habían fallecido en combate y el gobierno estadounidense quería cumplir la política iniciada por el presidente Lincoln en la Guerra de Secesión de salvaguardar al único superviviente de la familia. La última escena tiene como escenario el cementerio de Coleville-sur-Mer, que se puede definir con dos palabras: precioso y sobrecogedor. El primer calificativo obedece al emplazamiento, un llano de césped a unos 20 metros sobre la orilla de la playa donde se levantan 9.387 cruces y estrellas de David de mármol blanco orientadas hacia el oeste, siguiendo la estética de los camposantos militares de Estados Unidos. Y sobrecogedor porque pocas acciones de guerra, con la de muertes que ello implica, están más justificadas que este desembarco en el que dieron su vida miles de jóvenes que fueron a morir en unas playas a muchos kilómetros de los suyos para defender a sus países de la tiranía y el horror nazi. El gobierno francés regaló 70 hectáreas a los Estados Unidos y el Congreso de Washington aprueba todos los años una partida para el mantenimiento del cementerio. Emociona ver cómo un pueblo honra a quienes dieron la vida por él.
Monumento a los caídos en el desembarco de Normandía
 en la misma playa Omaha, donde murieron 3.000 soldados
 en las cuatro primeras horas del 6 de junio de 1944.
Un búnker alemán.
A lo largo de esta costa hay 13 monumentos de distinta índole que recuerdan la gesta de las tropas estadounidenses, británicas y canadienses (sobre las que recayeron las principales acciones bélicas), así como de otros 21 países. En los pueblos se pueden comprar todo tipo de productos relacionados con el desembarco: poster, banderas de las distintas unidades militares que intervinieron, camisetas, miniaturas de soldados, mapas, boinas como la que lucía el general inglés Montgomery, imanes para la nevera y publicaciones. 
Restos de la estructura de un puerto artificial construido por los británicos
en Arromanches-les-Bains, la playa Gold.
En Arromanches-les-Bains (la playa Gold) hay una buena tienda de libros y revistas en el Musée du Embarquement, que está situado, como no podía ser de otra forma, en la place du 6 Juin. Hay otros 30 museos como este. Desde un mirador se pueden ver todavía los restos de unas plataformas que formaron parte de un puerto artificial para el desembarco de las naves aliadas. Y entre un pueblo y otro se diseminan los búnkeres alemanes. Unos 70.000 hombres de la Wehrmatch, el poderoso ejército de Hitler, hicieron frente al ataque.

 
Fachada de la impresionante catedral gótica de Rouen.
El pintor Claude Monet plasmó en los lienzos entre 1892 y 1984 en 31 ocasiones y en distintos momentos del día y de las estaciones del año la fachada de la catedral de Rouen para reflejar los cambios de la luz natural en este impresionante templo gótico. Buscaba lo instantáneo, el impacto de la luz en un determinado segundo, como si fuera una fotografía, y olvidaba la construcción en sí, que aparece difuminada en los cuadros. Las finas agujas de las torres que flanquean la fachada parece que tocan las nubes y el campanario, conocido como la Torre de la Mantequilla, se eleva aún más hasta los 76 metros sobre el suelo. Esta monumental iglesia comenzó a construirse en el año 1020, en el 1200 fue arrasada por el fuego, se terminó de construir en el siglo XVII y sobrevivió a los bombardeos de Segunda Guerra Mundial.
Tumba de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, en la catedral de Rouen.
 En su interior están las tumbas de varios reyes y nobles, entre otras la de Ricardo Corazón de León, hijo de Leonor de Aquitania y rey de Inglaterra, personificación del caballero medieval y convertido en leyenda tras su muerte en la defensa del castillo de Limoges.
En un parque cercano se erige la estatua de Hrolf Ganger, caudillo noruego conocido como Rollo, uno de los protagonistas de la serie televisiva Vikingos. Sus más de dos metros de estatura y 140 kilos de peso eran temidos por sus enemigos y por los caballos sobre los que cabalgaba; de hecho era apodado El Caminante porque no había rocín que lo aguantara. Este vikingo sitió París en el año 885. El rey Carlos II el Simple le cedió un territorio en Normandía y una vez que se convirtió al cristianismo se casó con una de sus hijas, Gisella. De esta forma se convirtió en el primer duque de Normandía y se comprometió a defender estas tierras de los ataques de los nórdicos. También yace en la catedral.
Las guías turísticas apuntan a que este es el edificio en pie
 más antiguo de Normandía. Está en la plaza del Viex Marché
de Rouen y a día de hoy es un restaurante.
Y también a pocos pasos de allí se sitúa la  place du Vieux Marché (plaza del Mercado Viejo), un lugar ideal para abastecerse de un producto francés por excelencia: el queso. Los franceses presumen de tener un queso para cada día del año y tienen registradas 350 variedades de este derivado lácteo. De vaca, de cabra, de moho blanco, azules, de masa prensada cocida o cruda, Francia festeja el 29 de marzo la Journée Nationale du Fromage. La leche de la vaca normanda es muy rica en proteínas y ello le imprime un sabor particular a sus quesos. El Camembert, el Coeur de Neufchatel, el Pont l’Eveque o el Livarot son algunas de las variedades más populares de esta región y se pueden comprar a precios razonables en el mercado; además, los envasan al vacío para evitar el deterioro y que la maleta  huela.

Puerto de Honfleur, pueblo situado en la desembocadura del Sena.
Sería una pena abandonar Normandía sin visitar Honfleur. A orillas del Sena, este pueblo del departamento de Calvados y de unos 7.500 habitantes es de postal. El pequeño puerto deportivo está rodeado de edificios de madera de estrecha fachada, de cinco o seis pisos, con buhardilla y tejado de pizarra y de distintos colores y casi todos ellos tienen en la planta baja un bistró o una brasserie en los que sentarse a tomar algo y disfrutar de las vistas. Una iglesia vikinga, calles estrechas y casas antiguas conservan el pasado de esta localidad que fue trasladada a los cuadros por pintores impresionistas como Monet, Gustave Coubert o el artista local Eugène Boudin. De allí parten cruceros fluviales a París, una buena opción para conocer la ciudad que “bien vale una misa”, en palabras del rey protestante Enrique IV para justificar su conversión al catolicismo.
Escalera exterior de caracol en el castillo de Blois, en el Loira.

 En agosto de 1994 recorrí en moto, una Honda CB900, el valle del Loira y elegimos Tours como centro de operaciones. Visitamos una decena de castillos, entre ellos los de Saumur, Chambord y Chenonceau. En realidad no se trata de castillos, sino de palacios renacentistas. Y es que las fortificaciones dejaron de tener sentido una vez que acabaron las guerras internas y Francia se unificó cuando en 1491 Carlos VIII se casó con Ana de Bretaña.
Las mismas piedras que sirvieron para defender pueblos de sus enemigos fueron empleadas en estos châteaux. El de Blois fue declarado Patrimonio de la Humanidad en el año 2000 y en su capilla fue bendecida Juana de Arco por el obispo de Reims antes de partir a la batalla de Orleans contra los ingleses. En este castillo vivieron Luis XII y Francisco I, que fue apresado por los españoles en Pavía. El Salón de los Estados Generales tiene un exquisito artesonado y este último rey mandó construir una espectacular escalera de caracol exterior. Los jardines ofrecen unas bonitas vistas del pueblo y del río.
Castillo de Chenonceau.
El château de Chenonceau está vinculado a una de las familias más poderosas de la Europa renacentista, los Medici, y todo en él es extraordinario. Los jardines que rodean el edificio merecen una visita por sí solos. El rey Enrique II regaló este castillo a su amante Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois. A la muerte del monarca, fallecido de forma accidental en un torneo, su viuda, Catalina de Medici, pasó a ser la regente y obligó a Diana de Poitiers a devolver el palacio a la corona. A cambio le regaló el castillo de Chaumont-sur-Loire. De ahí que sea conocido como el castillo de las damas.
Retrato de Catalina de Médicis, esposa del rey Enrique II de Francia.
En la actualidad pertenece a la familia Menier, famosa por sus chocolates, y conserva una importante colección de obras de arte, con cuadros de Murillo, Ribera, Veronés, Tintoretto, Van Dyck, Clouet… Se pueden visitar las cocinas, dormitorios, salones, la bodega (ofrece degustaciones de vino de la propiedad), las caballerizas y un hospital que se instaló en la Primera Guerra Mundial. Pero quizás lo más espectacular es la galería de arcos sobre el río Cher, construido por Phillibert d’Orme siguiendo las órdenes de la favorita del rey. Diana de Poitiers quería un puente para unir el castillo con la otra orilla y extender los jardines y consiguió una de las estructuras más bonitas y original del Renacimiento francés.
La oferta turística de Francia va más allá de París. Los Alpes, la Costa Azul, Estrasburgo, Lyon, la Provenza y una larga lista de destinos hacen que este país sea el más visitado del mundo. Igual llevaba razón el novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez cuando dijo que “cuando la Virgen quiso aparecerse en nuestros tiempos, escogió Francia. No será tan malo este país como dicen...” 




miércoles, 19 de octubre de 2016

Swahili para principiantes


Niños masais en el interior de una cabaña. La fotografía es de Silvia Barasona.


“Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”. Con esta frase comienza el libro en el que la danesa Karen von Blixen Finecke narra su estancia en Kenia a principios del siglo XX. Memorias de África, publicada en 1937, fue llevada al cine en 1985 con Meryl Streep y Robert Redford como protagonistas de una historia de amor con unos paisajes que atrajeron y siguen atrayendo a miles de turistas. Tanto es así que se comercializa un circuito que recorre los lugares descritos en esta novela. Y es que, dejando a un lado el interés de la trama, la sabana es un enorme espacio que hipnotiza al visitante. Y más si es la primera vez que pisas un país así.

Los científicos consideran Kenia la cuna de la humanidad, con restos fósiles de homínidos de tres especies distintas datados hace 2,6 millones de años. El país, algo más grande que España y con una población de 45 millones de habitantes, se extiende en África oriental desde la costa del Índico hasta las altas mesetas del interior, donde se asientan dos de los parques más conocidos gracias a los documentales de naturaleza: el Masai Mara y el Amboseli. Los portugueses fueron los primeros europeos en poner los pies en 1498 en una expedición capitaneada por Vasco de Gama para abrir nuevas rutas comerciales con Asia. Se establecieron en Mombasa, al sur del país, y de su paso quedan aún en pie varias fortificaciones, en especial Fuerte Jesús, declarado Patrimonio de la Humanidad. El sultanato de Omán arrebató el poder a los portugueses y luego llegaron los alemanes (1885) y los británicos (1888). Los keniatas consiguieron su independencia en 1963.


Comercios al borde la carretera entre Nairobi y Mombasa.

Mombasa, con casi un millón de habitantes, es el principal puerto y está enclavada en una isla separada del continente por el río Tudor Creek, que desemboca en el estuario del Kalidi. Lo primero que le choca al viajero es por qué no hay un puente para salvar los escasos 200 metros de distancia entre las orillas y debe utilizarse un ferri, gratis para el peatón pero no para los vehículos.
--No hay puente porque hacerlo vale mucho dinero, insisten los guías turísticos.
Pocas son las calles asfaltadas de la ciudad, en la que se alternan edificios de ladrillos con casas de techo de chapa, y no es raro que crucen vacas, igual que en la India. Abundan los templos de todas las religiones imaginables y cada uno tiene su escuela. Hacia el sur cambia el panorama. A unos 25 kilómetros se levantan lujosos complejos hoteleros en las playas de Diani, Tiwi y Likoni, con fina arena blanca, aguas azules y palmeras; un Caribe en el Índico, aunque con un turismo muy reducido.

Las playas (la de Diani, en la foto contigua) no son públicas y están vigiladas por guardas uniformados que te siguen delante y detrás cuando abandonas las instalaciones del hotel. Por la playa pululan personajes que te venden pulseras, excursiones a los arrecifes e islas, pesca, buceo o traslados al pueblo más cercano, actividades que ya te ofrecen los hoteles, y gratis la mayoría de las veces. Pero es relativamente fácil picar en la cena con langosta. Un joven se te acerca y te comenta que por 40 euros puedes cenar una langosta para dos personas y una barracuda y que por cinco euros más te sirve un par de cervezas bien frías. ¿Dónde? En una cabaña situada cerca de la orilla, y te muestra fotos de turistas satisfechos (un book en toda la regla) dando cuenta del marisco. La realidad es otra: la cabaña tiene mesas corridas y no hay platos, servilletas o cubiertos que valgan. La langosta está hecha al espeto y la barracuda no es más que una caballa grande y reseca. Además, en la sobremesa (si es que no sales corriendo antes) te lloran con lo mal que está la vida en su país, lo caros que valen los uniformes escolares para los niños o lo enferma que está su madre.


Arriba, la sabana en el parque de Saltlick. Abajo, a la izquierda, un mono colobo remata unos cócteles en un complejo hotelero de la playa Diani,






Desde estos puntos de la costa empiezan los safaris. Esta palabra significa viaje en swahili, idioma oficial junto al inglés. De esta lengua es también la expresión hakuna matata (no te preocupes), popularizada por la canción de la película El rey león, y los vocablos bwana (señor) y simba (león) que no faltaban en las aventuras de Tarzán.
La construcción de comunicaciones por tierra está en manos de los chinos, que ganaron el concurso para construir la carretera entre Nairobi y Mombasa (450 kilómetros) y una vía férrea, que ejecutan por tramos. Eso significa que para viajar por Kenia hay que tener paciencia.
El parque natural más cercano a Mombasa es Shimba Hills, reducto de los últimos ejemplares del antílope cuernos de sable, una de las muchas especies en peligro de extinción a pesar de que la caza está prohibida en Kenia desde hace años. Abundan los jabalíes verrugosos (conocidos como pumba por el personaje de los dibujos animados) y los búfalos, uno de los cinco grandes –junto al león, leopardo, elefante y rinoceronte— que perseguían los cazadores. Los alojamientos para turistas son pocos, pero muy buenos. El albergue de Shimba Hills imita las tiendas de campaña con camas con mosquitero, pero con lujo y con cuarto de baño incorporado. En los alrededores encontramos la tribu makandale, con un poblado impoluto preparado para los turistas y con un hechicero que te limpia de los malos espíritus con barritas de sándalo. Sales de allí con la sensación de que el espectáculo es cien por cien para guiris. ¿Qué estaba diciendo el hechicero? A juzgar por las risas de los guías, lo mismo que los cantaores de los tablaos flamencos les dicen a los extranjeros que visitan España.


Cebras, antílopes cuernos
de sable (en la reserva de Shimba Hills)
 y un cocodrilo
en una charca. Abajo, un joven león
macho se dispone a dar cuenta de un búfalo.

A unos 100 kilómetros de allí (media mañana en coche) se sitúa el santuario de Ngutuni, de unos 40 kilómetros cuadrados de superficie y en la que la variedad de animales es mayor. Unos 300 elefantes viven en esa zona que limita con el parque nacional de Amboseli que se acercan al precioso Saltlick Safari Lodge con total naturalidad para utilizar los bebederos de agua mientras son observados por los turistas. Estos gigantes se reúnen en pequeños grupos –liderados por hembras— para ir a un abrevadero artificial. Su llegada al agua supone la marcha búfalos, cebras y antílopes: mientras ellos beben no permiten que ninguno otro animal se acerque. El turista tiene una plataforma privilegiada para fotografiar a la fauna a menos de 100 metros de distancia. 


El parque está recorrido por una red de caminos de arcilla roja por la que circulan los todoterrenos y las furgonetas que transportan a los visitantes. Los conductores –que se comunican entre sí por radio— temen a los búfalos, unos animales que pueden llegar a pesar 600 kilos, que a simple vista pacíficos pero que cuando se enfadan son capaces de embestir todo lo que se le ponga por delante.
La sabana es silencio; un enorme escenario en el que la vida y la muerte se alternan y en el que uno se siente atraído por un paisaje árido en el que se esparcen árboles que destacan entre hierbas y arbustos. La vista se agudiza cuando llevas un tiempo observando y la sola posibilidad de ver un animal salvaje en su hábitat –como salen en los documentales— ya es apasionante. Ese cara a cara con la naturaleza emociona por el hecho en sí de estar en ella, de poder disfrutar de lo que creíamos tan lejano y ahora tenemos delante.


En ese santuario es posible ver leones. La radio avisa al conductor de que al amanecer tres machos jóvenes han cazado un búfalo y hay que darse prisa para poderlos fotografiarlos antes de que lleguen los carroñeros y se marchen. Impresiona ver a 15 metros, eso sí, dentro del coche, a estos felinos. Mientras comen, el resto de animales está tranquilo. Jirafas, gacelas, impalas y babuinos (ojo, hay que cerrar las ventanillas de la furgoneta) o más conocidos para nosotros como las perdices, la grulla o el zorro cruzan una y otra vez los caminos.  

Un baobab. Junto a la acacia
es el árbol más característico
de la sabana.




Saltlick Game Lodge es uno de los hoteles más espectaculares de Kenia. En medio de la sabana salpicada de acacias, baobabs y pequeños arbustos se alzan una serie de pilares de siete metros de altura que sostienen unas estructuras que imitan a las cabañas. El lujo no es solo el mobiliario y los servicios que ofrecen las instalaciones, sino la situación privilegiada para observar a los animales desde tu propia habitación o desde los salones del hotel. Este establecimiento, de algo más de 4.000 metros cuadrados, cuenta con un sistema de pozos que vierte el agua a un abrevadero situado entre los pilares. Antes de que anochezca suelen ir los herbívoros a beber y es un buen momento para captarlos con la cámara.



No abundan los establecimientos hoteleros en Kenia, pero los que hay son de una magnífica calidad. Estos dos se sitúan en el parque de Saltlick. El de abajo dispone de pista de aterrizaje.



Los paquetes turísticos ofrecen safaris nocturnos. El sol cae en verano entre las seis y las siete de la tarde (estamos en el ecuador) y las expediciones salen después de la cena. Normalmente en esa partida en cada vehículo va un vigilante armado; dicen que es por si tienen que enfrentarse a los cazadores furtivos. La noche en la sabana es fría y silenciosa, aunque está llena de actividad. Los leones tienen una excelente visión nocturna y aprovechan las horas de oscuridad para cazar. Si las cebras o gacelas están nerviosas es porque los felinos están cerca, señalan los guías. Son las hembras las que acechan a las presas, pero es muy difícil seguirlas en la noche; solo las leonas que cuidan de los cachorros son relativamente fáciles de localizar.   

El parque rodea la ciudad de Voi, de 45.000 habitantes, cruzada por la carretera de Nairobi a Mombasa, asfaltada los primeros 20 kilómetros en sentido a esta última capital. A los márgenes hay una gran actividad. La construcción de esta arteria supone una importante cantidad de mano de obra que necesita comercios de alimentación y ropa, pensiones, bares y muchos, muchos puntos de venta y reparación de teléfonos móviles. Y al borde de esta carretera hay un poblado masai. Este pueblo solo supone el 2% de la población de Kenia, pero sin duda es la etnia más conocida de ese país de las 42 que hay registradas. El jefe te cobra diez euros por la visita, que incluye poder entrar en cualquiera de las cabañas –que se distribuyen alrededor del cercado para el ganado--, enseñarte a hacer fuego frotando dos palos y disfrutar de la típica danza de saltos, a la que te invitan a participar. Luego te intentan vender baratijas.

Este poblado nada tiene que ver con los que encuentras en el camino. Niños (incansables a la hora de saludar a los turistas) y mujeres caminan por los márgenes cargados de garrafas y hacen colas ante los pozos de donde se saca el agua. Apenas se ve cableado eléctrico ni mucho menos alumbrado público y de cuando en cuando se ve alguna placa solar sobre los tejados metálicos de las casas. La venta de sacos de leña y carbón vegetal está muy extendida en este país. Los chavales con más suerte van al colegio (en la foto, niñas en una escuela de Voi), pero no es raro verlos cuidando cabras o vacas. 54 niños mueren de cada 1.000 que nacen, una cifra altísima comparada con España (3,3 niños por cada mil nacimientos) y aun así el crecimiento de la población es del 2,6% anual.


Piara de facóceros, jabalí verrugoso.

La agricultura y la ganadería son los sectores que más aportan al Producto Interior Bruto (PIB), mientras que el turismo está en el furgón de cola de este país que tiene renta per cápita de 1.432 dólares (la española fue de 22.412 dólares). Los atentados del grupo islamista somalí Al Shabab, el mayor fue el perpetrado en 2014 cerca de un complejo hotelero en la costa y se saldó con 48 muertos, ha retraído al turista, que se ha decantado por la vecina Tanzania para los safaris. 

Manada de búfalos africanos. Los conductores les llaman 'bad boys' (chico malos) Son impredecibles y capaces de embestir  contra un todoterreno. El peso de un macho adulto puede rondar los 600 kilos.

El escritor Paul Bowles señaló que “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Pero hay veces en que el turista remolonea a la hora del regreso porque África le contagia las ganas de disfrutar de lugares únicos, incomparables, y de experiencias fascinantes como la de recorrer la sabana, aunque sea en un todoterreno acompañado de desconocidos.
 Aquí va una pequeña galería de fotos



Elefantes en la reserva de Ngutuni, 
Abajo, dos jóvenes leones descansan después cazar un búfalo. 




































Una jirafa camina por la sabana en busca de una acacia, su comida favorita. Camas con mosquitera, imprescindibles para poder dormir con una mínima tranquilidad.





























Un masai. Abajo niños en la carretera
de acceso a un parque natural. 
























Babuinos en el vado de un sendero. Abajo,el transborador de Mombasa ( las fotos están prohibidas), unos estorninos de la variedad soberbioos, una manada de cebras y más abajo, un grupo de pintadas cruza un sendero. Por último, unas gacelas

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No estaría completa esta entrada sin volver a Memorias de África. Este vídeo recoge el tema principal de la película, compuesto por John Barry. Kwaheri y asante (adiós y gracias) que se dice en swhalil.