viernes, 16 de diciembre de 2011

Hace calor en La Habana







Cualquier español de a pie sueña con que los niños de San Ildefonso canten el número que jugamos, y que sea el Gordo. La imaginación vuela y es fácil escuchar “yo me compraría un Mercedes”, “yo me quito la hipoteca” o “reparto dinero entre mi familia”. Pues yo, viendo el frío que hace, que los días son cada vez más cortos y que conozco aquello, me iría a pasar las navidades a La Habana, y si es en el hotel Nacional, en el malecón, mejor. ¿Qué se debe sentir a 29 º que marcan hoy los termómetros en la capital de Cuba con un mojito en la mano, un cigarro en la otra y escuchando la música que invade la vida en la isla?
“Más se perdió en Cuba y volvieron cantando”, que se cuenta de los soldados que combatieron en la guerra de 1898 contra Estados Unidos. La Perla del Caribe dista mucho de ser aquella ciudad que maravillaba por sus casas señoriales, sus avenidas y su nivel de vida a finales del siglo XIX y principios del XX, aquella en la que se fijaron miles de españoles para asentarse. Hoy se cae a pedazos. Si le preguntamos al Gobierno, la culpa es del bloqueo de los yanquis, y si le preguntamos a los cubanos, la mayoría apuntará a Esteban (este bandido, que le dicen a Fidel). Desde luego un mandatario que dijo aquello de “revolución es cambiar lo que debe ser cambiado” no inspira mucha confianza, aunque tiene acérrimos defensores incluso cuando aparece en chándal en televisión. Siempre se ha dicho que hay que conocer Cuba antes de que muera el comandante y yo ya he ido dos veces.

El hotel Nacional, mirando hacia el malecón

El bloqueo ha supuesto muchas cosas para Cuba y una de ellas ha llevado a sus habitantes a agudizar su ingenio. “Si nos dieran chance, llegábamos a la luna”, me dijo una vez el licenciado Godofredo García, un taxista que paraba a la puerta de mi hotel y que entregaba unas tarjetas de visita hechas en el cartón de la caja de los zapatos que decía en negrita: “Conocedor de toda la isla”.

Un carro pasa ante El Floridita, cuna del daiquiri

Más pruebas de ese ingenio/supervivencia. Quién no se ha fijado en esos carros de los años 50 --Buick, Chevrolet, Dodge…-- que siguen circulando por las calles de La Habana. Funcionan como taxis y después de un trayecto me empeñé en que el conductor levantara el capó para ver la maquinaria. No dábamos crédito cuando vimos que el motor era de un tractor rumano adaptado al chasis, y el que entienda de mecánica me comprenderá.
El centro de la ciudad, La Habana Vieja, patrimonio de la humadidad, gira en torno al paseo del Prado, que va del Capitolio (copia de Washington) hasta el malecón, la catedral, la plaza de Armas, la calle Obispo y calle Empedrada. En ese polígono pululan las jineteras y otros paseantes que se acercan ofreciendo compañía o guiarte a cambio de que los invites. Te pedirán ropa, jabón, productos de higiene íntima, revistas, libros… e intentarán venderte tabaco y ron, y aunque no fumes ni bebas son capaces de convencerte, En esa zona encontramos dos locales míticos: el Floridita y La Bodeguita de Enmedio. Lo resumo en palabras de Hemingway: “Mi daiquiri en El Floridita, mi mojito en La Bodeguita”, que de tragos sabía un rato. Baratos no son (entre 6 y 7 euros la copa) porque las autoridades cubanas creen que los turistas son ricos. 
--Me llevo una botella de agua. ¿Qué le debo?
--Dos dólares.
--¿Y una cerveza?
--Lo mismo.
Quizás es que el comunismo sea de precio único por aquello de igualar.
Tarjeta de un paladar. No se come igual que en un restaurante,
 pero no te lo debes perder.
Merece la pena asomarse al hotel Ambos Mundos, en la calle Obispo, donde se alojaba don Ernesto, y comer en un paladar (pronúnciese paladal), que no es otra cosa que una casa particular donde sirven comidas. Famosa es La Guarida, donde se rodó parte de Fresa y Chocolate. La película se abre con una escena en la heladería Copelia, de espectaculares helados y también colas. La de los extranjeros es casi inexistente, pero te puedes colocar en la otra, la suya, y te da tiempo de entablar amistad con cuatro cubanos, que son magníficos conversadores, abiertos y divertidos.  Estamos en La Rampa, la calle 23, que da paso a Vedado, una zona de casas algo mejor cuidadas que los edificios del centro. Entre ellos se levanta el hotel Habana Libre y más allá, la plaza de la Revolución, escenario de interminables discursos de Castro; también cerca está la sede de Radio Centro y hacia el malecón encontramos el hotel Nacional, construido en un montículo Su interior evoca la época colonial, con maderas preciosas y suelos inmaculados de mármol. Atravesando el vestíbulo se accede a la terraza, una maravilla con vistas al mar.

La calle Obispo, una de las principales vías de La Habana Vieja.

El malecón es parte de la vida de los habaneros. Sus cinco kilómetros cubren el trayecto del castillo de la Punta a La Chorrera y en él se sitúan los hoteles Meliá Cohiba, el Riviera (construido por el mafioso Lasky), el monumento a Maceo, el del víctimas del Maine y la Oficina de Intereses Comerciales de los Estados Unidos, que no tiene relaciones diplomáticas con Cuba. Nuevo ejemplo del ingenio cubano: los norteamericanos colocaron un letrero luminoso con proclamas anticastristas y los cubanos levantaron un bosque de mástiles con banderas que impide ver el letrero. Allí estuve esperando para ver actuar a la orquesta Van Van, pero cuando el agua dice en Cuba ahí va, no hay paraguas ni chubasquero de valga; me retiré a mis aposentos.  En el malecón hay varios mostrencos de hormigón construidos por los rusos, que contrastan con el edificio más bonito y mejor cuidado: la embajada española.

Músicos callejeros. Beben ron a diario, fuman habanos y llegan a los 90 años.
No tienen estrés porque el concepto trabajo es bien distinto al nuestro.

La Habana es también música, mucha música, pero no busquéis el Buenavista Club Social porque no existe. No todo es el son, hay locales para escuchar jazz –La zorra y el cuervo, en La Rampa—o ritmos africanos, en el callejón de Hammel. Pero lo suyo son los locales al aire libre con actuaciones y música mecanizada (enlatada) con barra abierta (libre), entre 5 y 10 dólares. Hay algunos en la zona de Almendares. Y no debes abandonar la ciudad sin ver los carteles de propaganda castrista, las imágenes del Che Guevara, los mercados vacíos de alimentos, las cartillas de racionamiento, los escolares uniformados (los pioneritos) y escuchar cómo se quejan los cubanos de sus condiciones de vida. Comparados con otros países del área caribeña no están tan mal como dicen, tienen un altísimo nivel de alfabetización, todos cuentan con la posibilidad de estudios superiores y una sanidad gratis, con carencias, pero gratis. Les falta lo esencial, la libertad. Porque hay dos Cubas, la suya y la turística, a la que no tiene acceso.
Me gustaría que la próxima entrada del blog se titulara Hizo calor en La Habana, porque sería señal de que me tocó la lotería y pasé las navidades en el hotel Nacional.
Una niña sale de la catedral para celebrar la Fiesta del 15,
 un cumpleaños que supone la puesta de largo.

El Capitolio, vacío de contenido, como diría un político. La Cámara legislativa ni se reúne allí ni pinta nada.

Vista de La Habana desde el castillo del Morro.














sábado, 10 de diciembre de 2011

El viaje a muchas partes

De lo mucho  bueno que tiene Nueva York es que no hay engaño en la imagen que proyecta el cine y la televisión: los taxis son amarillos, de las alcantarillas sale humo, las calles están siempre llenas de gente de toda raza y condición y el lujo se codea con la miseria. La ciudad que nunca duerme es en su mayor parte el reflejo de Manhattan, pero más allá de esta isla hay vida, y mucha. Cualquier lugar de la Gran Manzana evoca alguna escena de cine y eso me pasó cuando me dirigí a Staten Island en el ferri. En aquel barco viajaba el personaje que interpretó Melanie Griffith en Armas de Mujer junto a Harrison Ford. “Este… pero la película se llamaba Linda secretaria”, comenta un argentino a mi lado. ¿Puede un título ser más cursi? Era el presagio de que la excursión iba a ser un fiasco y un chaparrón terrible nos obligó a volver al ferri después de dar unos pasos por una ancha calle.


¿A que no parece el Bronx?



Embarcadero de Long Island.

Para que la experiencia no se repitiera pensamos que lo mejor era apuntarnos en el hotel –el histórico New Yorker de la Octava Avenida— a un tour guiado, en autobús y con guía en castellano. Al día siguiente, cámara al hombro, esperamos a la recogida y después de varias paradas en otros hoteles salimos de la ciudad hacia Long Island a través de un túnel. El guía, un colombiano, describe el paisaje, el precio de la vivienda, lo barata que está la gasolina en Estados Unidos, la guerra de Afganistán, alguna crítica a Obama… El circuito nos lleva hasta el Bronx.



Edificio típico del Bronx
 



Una avenida en Corona, zona hispana de Queens

Sala latina de baile 'El abuelo gozón', en Corona.


 Ese distrito que siempre se nos ha presentado como violento no lo parece a simple vista. La entrada la hacemos por el Yankee Stadium, donde juega el famoso equipo de béisbol, y justo después hay dos enormes edificios que albergan más de cien juzgados, custodiados férreamente por la policía. Frente a ellos se despliegan despachos de abogados. “Especialidad en brutalidad policial” y “Expertos en asuntos criminales” son los letreros más habituales. O sea, que algo de peligro sí que habrá. Y cuando te empiezan a decir que las zapatillas colgadas de los cables de la luz indican el sitio donde alguien ha muerto, se añade un plus a la leyenda. El guía colombiano insiste en que en España “tienen ustedes un problema con las bandas latinas”, que yo no lo sabía, como si su país fuera un oasis de tranquilidad. Esto le sirve para comentar que “esa señal en rojo en esa pared quiere decir que entramos en territorio de los nosequiénes y allí empieza la de los…”  Allí no se ve un alma; son las 10 de la mañana y los pandilleros deben estar durmiendo. “Pero luego se pone la cosa que arde”, dice el guía en una parada ante la decepción del pasaje al no ver a un auténtico delincuente del Bronx. La zona por la que circulamos es de edificios de ladrillo con escaleras de incendios y de vez en cuando, unos grafitis. Hay muchos pasos elevados de tren, carteles en español y empiezan a verse calles descuidadas.
Media vuelta hacia la circunvalación y llegamos a Queens por Flushing Meadows. Es septiembre y el Open de Tenis comienza en unos días, por lo que se ve una animación en esa zona, también retratada en el cine. Una cucaracha gigante era el enemigo a batir en Men in Black en esa bola del mundo que se instaló en la Exposición Universal de 1939. Justo al lado está Corona, donde lo raro es oír hablar inglés. La larga avenida que la atraviesa hasta Washington Highs está llena de cafeterías y restaurantes que ofrecen especialidades de la cocina de Perú, Ecuador, Colombia, Nicaragua y un largo etcétera de países hispanos. Los chinos y sus comercios tiene copadas las esquinas y proliferan las peluquerías y salas de baile latino.
Yo mismo en el puente de Brooklyn


Autobús escolar judío en Williamsburg, Brooklyn


Abandonamos Queens después de circular por unos barrios anodinos de casas unifamiliares con jardín para llegar a otro distrito, a Brooklyn, con dos millones y medio de habitantes. Uno de sus barrios, Williamsburg, llama la atención y dentro de él hay una parte habitada exclusivamente por judíos ortodoxos. Predomina el color negro en su ropa, a excepción de la camisa blanca, llevan tirabuzones y son enemigos acérrimos de las fotos. Las mujeres llevan pañuelo en la cabeza porque cuando se casan se la afeitan de por vida y las niñas llevan medias. La joyería es el negocio que más abunda. El colombiano es menos elocuente y vuelve a la carga con la violencia cuando pasamos por una avenida por la que pudo perfectamente caminar Tony Manero, el personaje de John Travolta en Fiebre del sábado noche. Y es que la discoteca que frecuentaba y que de verdad existía, la Odissey 2001, está que se cae a trozos y hay gente con mala pinta por la zona.
Esperaba la vuelta a Manhattan porque teníamos que pasar por una de las construcciones que más me gustan de esa ciudad: el puente de Brooklyn, ese que Woody Allen ha sacado en varias de sus películas y que Godzilla se llevó por delante de un pisotón. Una recomendación para los amigos de la pasta italiana: si se va a pie es conveniente visitar la trattoría Grimaldi, aunque su mayor problema son las colas que se forman. Eché en  falta algo, y es que en otra ocasión –estaban en pie todavía las Torres Gemelas-- que hicimos una gira nocturna sonó la canción New York, New York, de Frank Sinatra, añadiendo un tópico más al tópico en sí que son estos circuitos organizados. Hay veces en las que hay que sacrificar ir a tu aire por la comodidad de que lleven y te expliquen. Y esa fue una de ellas.







 Más fotos del Bronx: consulta de medicina para adultos, un paso elevado del metro y un grafiti.



jueves, 24 de noviembre de 2011

Yo estuve allí: Rabunni


El Frente Polisario tiene como capital administrativa en los campamentos de refugiados del desierto argelino --la hammada-- a Rabunni, un complejo de edificaciones que incluye un hospital --costeado por el Estado español-- y el protocolo, lo más parecido a una residencia para visitantes. Estuve en dos ocasiones alojado en Rabunni: en marzo de 1998 y en octubre de 2002. Fue allí donde hace unos días y a tiro limpio secuestraron a dos cooperantes españoles las huestes de Al Qaeda.
Me consta que los saharauis persiguieron a estos criminales, que tienen una base en Mauritania desde la que se dedican a una amplia variedad de atrocidades. Mauritania está a casi 200 kilómetros de allí y no hay carretera que valga. Los todoterrenos es el único medio para atravesar el inmenso pedregal salpicado de alguna que otra duna que es esa zona del Sahara.
De Rabunni guardo buenos recuerdos. La primera vez que fui iba con un grupo de médicos que seleccionaron a unos cien niños para después llevarlos a Córdoba y operarlos de distintas malformaciones óseas. Pagaba una caja de ahorros que en ese momento era de la Iglesia.

En ese protocolo-residencia compartía habitación con varios políticos y en otros cuartos había periodistas, ingenieros, más médicos y muchos miembros de ONG, americanos, australianos, italianos, franceses... Los aparatos de aire acondicionado que se ven en la foto no siempre funcionan.
Una tarde, cuando caía el sol, vimos llegar una tribu de unos 20 saharauis con sus camellos, cabras, perros y jaimas enrrolladas en los animales. Buscaban lo más preciado, el agua, que en Rabunni es abundante, tanto que sus huertas abastecen de verduras a los colegios y al hospital.
Dieron que beber a sus animales y acamparon fuera del recinto. A la mañana siguiente no había rastro de ellos: ni el más mínimo en el horizonte. "Son los que siguen las nubes", nos decían nuestros guías.  

Cerca de allí está la misión de la ONU encargada de elaborar el eterno censo que enfrenta a Marruecos con el Polisario para una votación de autodeterminación que lleva 30 años de retraso.
Es habitual ver por Rabunni a los prisioneros marroquíes deambulando. Están sueltos porque "¿a dónde quieres que vayan?", dicen los saharuis.
La frontera de Marruecos está a unos 150 kilómetros repletos de minas. También hay en Rabunni un museo al aire libre dedicado a las armas incautadas al enemigo, a Marruecos, entre las que abundan las de fabricación española.
Vivir en los campamentos es muy duro, aunque sea en esa residencia, y hay que valorar el esfuerzo de muchos cooperantes que dedican su tiempo a mejorar las condiciones de vida de este singular pueblo, que vive exclusivamente de la ayuda internacional. Al Qaeda, como cualquier otro grupo terrorista, está empeñado en imponer su voluntad --que no es otra que instaurar un régimen autocrático-- a base de la violencia y no le importa las consecuencias que acarrea impedir el trabajo de quienes se preocupan de los demás. Ya son demasiados los cooperantes secuestrados para chantajear a los gobiernos europeos y lo que es peor, asesinar a los capturados. 
En Rabunni hice amistad con las asociaciones de amigos de los niños saharauis, que cada verano traen a España a miles de chavales. No me imagino cómo debe ser el verano en el desierto y dos meses bien alimentados y cuidados es un balón de oxígeno para estos pequeños capaces de jugar al fútbol descalzos a las cuatro de la tarde.
Solo nos cabe esperar que se ponga fin a esta sangría de secuestros que hacen replantearse a algunas asociaciones su presencia allá donde se les necesita. 








Yo estuve allí: Siria

De ser un lugar apacible a estar entre los sitios más peligrosos del planeta solo hay de por medio una revolución. Conocí Siria en el año 2004 en un viaje institucional organizado por el Colegio de Abogados de Córdoba para hermanarse con los letrados de Damasco, y ni que decir tiene que la famosa hospitalidad árabe está más que justificada. En siete días recorrimos un país cuyo principal atractivo era no ser turístico, algo que no entiendo a la vista de sus ciudades, monumentos y paisajes, con desierto incluido en la zona que linda con Irak.
La capital es una de las ciudades más antiguas del mundo y su mezquita Omeya está considerada como uno de los lugares sagrados del Islam; de ahí a que en sus alrededores podamos ver peregrinos de los países cercanos,entra las que figuran mujeres con burka.
Por ese suelo han pasado un sinfín de tribus semitas, los persas, los romanos, los árabes que se expandían desde el Golfo Pérsico, los cruzados que querían liberar Jerusalén, o los turcos, que dominaron el territorio hasta que el Imperio Otomano se vino abajo tras la Primera Guerra Mundial.
Este cruce de caminos que es Siria hace que el país tenga unas señas de identidad bien diferentes a sus vecinos turcos, iraquíes, libaneses y jordanos. De entrada, de sus 18 millones de habitantes, dos millones profesan la fe cristiana, divididos entre católicos, la mayoría, y ortodoxos. Por eso, la convivencia no es un ejercicio difícil para ellos: las dos religiones, más unos pequeños grupos de judíos, llevan viviendo juntas desde la Edad Media. Por eso sorprende que el problema no sea religioso --aunque la religión influya en los motivos del levantamiento--, sino político.
El presidente Bachar el Assad se resiste a dejar el poder en el que participa la minoría alawi, una tendencia dentro del islamismo que tolera el consumo de alcohol bajo determinadas condiciones.
 Más allá de estas consideraciones, y en el plano turístico, la comida del país sorprende por su variedad. Sobre la mesa se colocan una veintena de pequeños platos con ingredientes conocidos al paladar andaluz. Los pistos y boronías –las verduras son excelentes-- nunca faltan en el menú que acaba casi siempre con el cordero con arroz al que se le añade yogur. En casi todos los restaurantes sirven alcohol, si bien encontrar un vino de calidad o una cerveza bien fría es difícil en algunas ocasiones. Los vinos están elaborados en Líbano con uvas traídas de Francia y no están del todo conseguidos. Las bandejas de dulces que se sirven a los postres demuestran la maestría de los árabes en la reposteríamuy similar a la española.
Impresionante es la ciudadela de Aleppo; los restos de Palmira, la ciudad levantada en medio del desierto para atender a las caravanas de la Ruta de la Seda; Crack de los Caballeros, fortaleza templaria utilizada en las Cruzadas; la Gran Mezquita Omeya; el Museo Nacional, que alberga las primeras tabletas de escritura cuneiforme y un largo etcétera. Recuerdo que en Homs, una de las ciudades más castigadas, nos fijamos en las norias del río, muy parecidas a las albolafias de Córdoba. La última vez que las vi en la tela echaban humo por los cuatro costados. Cuesta creer que un sitio tan apacible sea hoy un escenario de muerte y destrucción.