De ser un lugar apacible a estar entre los sitios más peligrosos del planeta solo hay de por medio una revolución. Conocí Siria en el año 2004 en un viaje institucional organizado por el Colegio de Abogados de Córdoba para hermanarse con los letrados de Damasco, y ni que decir tiene que la famosa hospitalidad árabe está más que justificada. En siete días recorrimos un país cuyo principal atractivo era no ser turístico, algo que no entiendo a la vista de sus ciudades, monumentos y paisajes, con desierto incluido en la zona que linda con Irak.
La capital es una de las ciudades más antiguas del mundo y su mezquita Omeya está considerada como uno de los lugares sagrados del Islam; de ahí a que en sus alrededores podamos ver peregrinos de los países cercanos,entra las que figuran mujeres con burka.
Por ese suelo han pasado un sinfín de tribus semitas, los persas, los romanos, los árabes que se expandían desde el Golfo Pérsico, los cruzados que querían liberar Jerusalén, o los turcos, que dominaron el territorio hasta que el Imperio Otomano se vino abajo tras la Primera Guerra Mundial.
Este cruce de caminos que es Siria hace que el país tenga unas señas de identidad bien diferentes a sus vecinos turcos, iraquíes, libaneses y jordanos. De entrada, de sus 18 millones de habitantes, dos millones profesan la fe cristiana, divididos entre católicos, la mayoría, y ortodoxos. Por eso, la convivencia no es un ejercicio difícil para ellos: las dos religiones, más unos pequeños grupos de judíos, llevan viviendo juntas desde la Edad Media. Por eso sorprende que el problema no sea religioso --aunque la religión influya en los motivos del levantamiento--, sino político.
El presidente Bachar el Assad se resiste a dejar el poder en el que participa la minoría alawi, una tendencia dentro del islamismo que tolera el consumo de alcohol bajo determinadas condiciones.
Más allá de estas consideraciones, y en el plano turístico, la comida del país sorprende por su variedad. Sobre la mesa se colocan una veintena de pequeños platos con ingredientes conocidos al paladar andaluz. Los pistos y boronías –las verduras son excelentes-- nunca faltan en el menú que acaba casi siempre con el cordero con arroz al que se le añade yogur. En casi todos los restaurantes sirven alcohol, si bien encontrar un vino de calidad o una cerveza bien fría es difícil en algunas ocasiones. Los vinos están elaborados en Líbano con uvas traídas de Francia y no están del todo conseguidos. Las bandejas de dulces que se sirven a los postres demuestran la maestría de los árabes en la repostería, muy similar a la española.
Impresionante es la ciudadela de Aleppo; los restos de Palmira, la ciudad levantada en medio del desierto para atender a las caravanas de la Ruta de la Seda; Crack de los Caballeros, fortaleza templaria utilizada en las Cruzadas; la Gran Mezquita Omeya; el Museo Nacional, que alberga las primeras tabletas de escritura cuneiforme y un largo etcétera. Recuerdo que en Homs, una de las ciudades más castigadas, nos fijamos en las norias del río, muy parecidas a las albolafias de Córdoba. La última vez que las vi en la tela echaban humo por los cuatro costados. Cuesta creer que un sitio tan apacible sea hoy un escenario de muerte y destrucción.
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