Niños masais en el interior de una cabaña. La fotografía es de Silvia Barasona.
“Yo tenía una granja en África, al
pie de las colinas de Ngong”. Con esta frase comienza el libro en el que la danesa
Karen von Blixen Finecke narra su estancia en Kenia a principios del siglo XX. Memorias de África, publicada en 1937,
fue llevada al cine en 1985 con Meryl Streep y Robert Redford como
protagonistas de una historia de amor con unos paisajes que atrajeron y siguen
atrayendo a miles de turistas. Tanto es así que se comercializa un circuito que
recorre los lugares descritos en esta novela. Y es que, dejando a un lado el
interés de la trama, la sabana es un enorme espacio que hipnotiza al visitante.
Y más si es la primera vez que pisas un país así.
Los científicos consideran Kenia la
cuna de la humanidad, con restos fósiles de homínidos de tres especies
distintas datados hace 2,6 millones de años. El país, algo más grande que
España y con una población de 45 millones de habitantes, se extiende en África
oriental desde la costa del Índico hasta las altas mesetas del interior, donde
se asientan dos de los parques más conocidos gracias a los documentales de
naturaleza: el Masai Mara y el Amboseli. Los portugueses fueron los primeros
europeos en poner los pies en 1498 en una expedición capitaneada por Vasco de
Gama para abrir nuevas rutas comerciales con Asia. Se establecieron en Mombasa,
al sur del país, y de su paso quedan aún en pie varias fortificaciones, en
especial Fuerte Jesús, declarado Patrimonio de la Humanidad. El sultanato de
Omán arrebató el poder a los portugueses y luego llegaron los alemanes (1885) y
los británicos (1888). Los keniatas consiguieron su independencia en 1963.
Comercios al borde la carretera entre Nairobi y Mombasa.
Mombasa, con casi un millón de
habitantes, es el principal puerto y está enclavada en una isla separada del
continente por el río Tudor Creek, que desemboca en el estuario del Kalidi. Lo
primero que le choca al viajero es por qué no hay un puente para salvar los
escasos 200 metros de distancia entre las orillas y debe utilizarse un ferri,
gratis para el peatón pero no para los vehículos.
--No hay
puente porque hacerlo vale mucho dinero, insisten los guías turísticos.
Pocas son las calles asfaltadas de
la ciudad, en la que se alternan edificios de ladrillos con casas de techo de
chapa, y no es raro que crucen vacas, igual que en la India. Abundan los
templos de todas las religiones imaginables y cada uno tiene su escuela. Hacia
el sur cambia el panorama. A unos 25 kilómetros se levantan lujosos complejos
hoteleros en las playas de Diani, Tiwi y Likoni, con fina arena blanca, aguas
azules y palmeras; un Caribe en el Índico, aunque con un turismo muy reducido.
Las playas (la de Diani, en la foto contigua) no son públicas y están vigiladas
por guardas uniformados que te siguen delante y detrás cuando abandonas las
instalaciones del hotel. Por la playa pululan personajes que te venden
pulseras, excursiones a los arrecifes e islas, pesca, buceo o traslados al
pueblo más cercano, actividades que ya te ofrecen los hoteles, y gratis la
mayoría de las veces. Pero es relativamente fácil picar en la cena con
langosta. Un joven se te acerca y te comenta que por 40 euros puedes cenar una
langosta para dos personas y una barracuda y que por cinco euros más te sirve
un par de cervezas bien frías. ¿Dónde? En una cabaña situada cerca de la orilla,
y te muestra fotos de turistas satisfechos (un book en toda la regla) dando cuenta del marisco. La realidad es
otra: la cabaña tiene mesas corridas y no hay platos, servilletas o cubiertos
que valgan. La langosta está hecha al espeto y la barracuda no es más que una
caballa grande y reseca. Además, en la sobremesa (si es que no sales corriendo
antes) te lloran con lo mal que está la vida en su país, lo caros que valen los
uniformes escolares para los niños o lo enferma que está su madre.
Arriba, la sabana en el parque de Saltlick. Abajo, a la izquierda, un mono colobo remata unos cócteles en un complejo hotelero de la playa Diani,
Desde estos puntos de la costa empiezan
los safaris. Esta palabra significa viaje en swahili, idioma oficial junto al
inglés. De esta lengua es también la expresión hakuna matata (no te preocupes), popularizada por la canción de la
película El rey león, y los vocablos bwana (señor) y simba (león) que no faltaban en las aventuras de Tarzán.
La construcción de comunicaciones
por tierra está en manos de los chinos, que ganaron el concurso para construir
la carretera entre Nairobi y Mombasa (450 kilómetros) y una vía férrea, que
ejecutan por tramos. Eso significa que para viajar por Kenia hay que tener
paciencia.
El parque natural más cercano a
Mombasa es Shimba Hills, reducto de los últimos ejemplares del antílope cuernos
de sable, una de las muchas especies en peligro de extinción a pesar de que la
caza está prohibida en Kenia desde hace años. Abundan los jabalíes verrugosos
(conocidos como pumba por el personaje de los dibujos animados) y los búfalos,
uno de los cinco grandes –junto al león, leopardo, elefante y rinoceronte— que perseguían
los cazadores. Los alojamientos para turistas son pocos, pero muy buenos. El
albergue de Shimba Hills imita las tiendas de campaña con camas con mosquitero,
pero con lujo y con cuarto de baño incorporado. En los alrededores encontramos la
tribu makandale, con un poblado impoluto preparado para los turistas y con un
hechicero que te limpia de los malos espíritus con barritas de sándalo. Sales
de allí con la sensación de que el espectáculo es cien por cien para guiris.
¿Qué estaba diciendo el hechicero? A juzgar por las risas de los guías, lo
mismo que los cantaores de los tablaos flamencos les dicen a los extranjeros
que visitan España.
Cebras, antílopes cuernos
de sable (en la reserva de Shimba Hills)
y un cocodrilo
en una charca. Abajo, un joven león
macho se dispone a dar cuenta de un búfalo.
A unos 100 kilómetros de allí (media
mañana en coche) se sitúa el santuario de Ngutuni, de unos 40 kilómetros
cuadrados de superficie y en la que la variedad de animales es mayor. Unos 300
elefantes viven en esa zona que limita con el parque nacional de Amboseli que
se acercan al precioso Saltlick Safari Lodge con total naturalidad para
utilizar los bebederos de agua mientras son observados por los turistas. Estos
gigantes se reúnen en pequeños grupos –liderados por hembras— para ir a un
abrevadero artificial. Su llegada al agua supone la marcha búfalos, cebras y
antílopes: mientras ellos beben no permiten que ninguno otro animal se acerque.
El turista tiene una plataforma privilegiada para fotografiar a la fauna a
menos de 100 metros de distancia.
El parque está recorrido por una
red de caminos de arcilla roja por la que circulan los todoterrenos y las
furgonetas que transportan a los visitantes. Los conductores –que se comunican
entre sí por radio— temen a los búfalos, unos animales que pueden llegar a
pesar 600 kilos, que a simple vista pacíficos pero que cuando se enfadan son
capaces de embestir todo lo que se le ponga por delante.
La sabana es silencio; un enorme
escenario en el que la vida y la muerte se alternan y en el que uno se siente
atraído por un paisaje árido en el que se esparcen árboles que destacan entre
hierbas y arbustos. La vista se agudiza cuando llevas un tiempo observando y la
sola posibilidad de ver un animal salvaje en su hábitat –como salen en los
documentales— ya es apasionante. Ese cara a cara con la naturaleza emociona por
el hecho en sí de estar en ella, de poder disfrutar de lo que creíamos tan
lejano y ahora tenemos delante.
En ese santuario es posible ver
leones. La radio avisa al conductor de que al amanecer tres machos jóvenes han cazado
un búfalo y hay que darse prisa para poderlos fotografiarlos antes de que lleguen
los carroñeros y se marchen. Impresiona ver a 15 metros, eso sí, dentro del
coche, a estos felinos. Mientras comen, el resto de animales está tranquilo.
Jirafas, gacelas, impalas y babuinos (ojo, hay que cerrar las ventanillas de la
furgoneta) o más conocidos para nosotros como las perdices, la grulla o el
zorro cruzan una y otra vez los caminos.
Un baobab. Junto a la acacia
es el árbol más característico
de la sabana.
Saltlick Game Lodge es uno de los
hoteles más espectaculares de Kenia. En medio de la sabana salpicada de
acacias, baobabs y pequeños arbustos se alzan una serie de pilares de siete
metros de altura que sostienen unas estructuras que imitan a las cabañas. El
lujo no es solo el mobiliario y los servicios que ofrecen las instalaciones,
sino la situación privilegiada para observar a los animales desde tu propia
habitación o desde los salones del hotel. Este establecimiento, de algo más de
4.000 metros cuadrados, cuenta con un sistema de pozos que vierte el agua a un
abrevadero situado entre los pilares. Antes de que anochezca suelen ir los
herbívoros a beber y es un buen momento para captarlos con la cámara.
No abundan los establecimientos hoteleros en Kenia, pero los que hay son de una magnífica calidad. Estos dos se sitúan en el parque de Saltlick. El de abajo dispone de pista de aterrizaje.
Los paquetes turísticos ofrecen
safaris nocturnos. El sol cae en verano entre las seis y las siete de la tarde
(estamos en el ecuador) y las expediciones salen después de la cena.
Normalmente en esa partida en cada vehículo va un vigilante armado; dicen que
es por si tienen que enfrentarse a los cazadores furtivos. La noche en la
sabana es fría y silenciosa, aunque está llena de actividad. Los leones tienen
una excelente visión nocturna y aprovechan las horas de oscuridad para cazar. Si
las cebras o gacelas están nerviosas es porque los felinos están cerca, señalan
los guías. Son las hembras las que acechan a las presas, pero es muy difícil
seguirlas en la noche; solo las leonas que cuidan de los cachorros son
relativamente fáciles de localizar.
El parque rodea la ciudad de Voi,
de 45.000 habitantes, cruzada por la carretera de Nairobi a Mombasa, asfaltada
los primeros 20 kilómetros en sentido a esta última capital. A los márgenes hay
una gran actividad. La construcción de esta arteria supone una importante
cantidad de mano de obra que necesita comercios de alimentación y ropa,
pensiones, bares y muchos, muchos puntos de venta y reparación de teléfonos
móviles. Y al borde de esta carretera hay un poblado masai. Este pueblo solo
supone el 2% de la población de Kenia, pero sin duda es la etnia más conocida
de ese país de las 42 que hay registradas. El jefe te cobra diez euros por la
visita, que incluye poder entrar en cualquiera de las cabañas –que se
distribuyen alrededor del cercado para el ganado--, enseñarte a hacer fuego
frotando dos palos y disfrutar de la típica danza de saltos, a la que te
invitan a participar. Luego te intentan vender baratijas.
Este poblado nada tiene que ver con
los que encuentras en el camino. Niños (incansables a la hora de saludar a los
turistas) y mujeres caminan por los márgenes cargados de garrafas y hacen colas
ante los pozos de donde se saca el agua. Apenas se ve cableado eléctrico ni
mucho menos alumbrado público y de cuando en cuando se ve alguna placa solar
sobre los tejados metálicos de las casas. La venta de sacos de leña y carbón
vegetal está muy extendida en este país. Los chavales con más suerte van al
colegio (en la foto, niñas en una escuela de Voi), pero no es raro verlos cuidando cabras o vacas. 54 niños mueren de
cada 1.000 que nacen, una cifra altísima comparada con España (3,3 niños por
cada mil nacimientos) y aun así el crecimiento de la población es del 2,6%
anual.
Piara de facóceros, jabalí verrugoso.
La agricultura y la ganadería son
los sectores que más aportan al Producto Interior Bruto (PIB), mientras que el
turismo está en el furgón de cola de este país que tiene renta per cápita de
1.432 dólares (la española fue de 22.412 dólares). Los atentados del grupo
islamista somalí Al Shabab, el mayor fue el perpetrado en 2014 cerca de un
complejo hotelero en la costa y se saldó con 48 muertos, ha retraído al
turista, que se ha decantado por la vecina Tanzania para los safaris.
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